Siempre me ha fascinado el modo en que una película puede convertir en biografía la sombra de alguien. No la persona, ni siquiera su imagen, sino su sombra: esa estampa borrosa que la cultura popular ha modelado hasta encajar en nuestras expectativas. En María Callas, Pablo Larraín elige el trazo más reconocible: la silueta de la diva en su soledad elegante, con Onassis como fantasma recurrente y la alta sociedad como decorado. La película parece más interesada en la ausencia que dejó Callas que en la presencia feroz que fue en vida.
Siempre me ha intrigado por qué la mayoría de los documentales y películas sobre ella insisten en su fragilidad, como si su carrera musical fuera un telón de fondo de sus tragedias personales. Callas no era un personaje; era un acontecimiento. Rescató óperas que nadie más se atrevía a cantar, no porque fueran menores, sino porque solo ella podía devolverles su esplendor. Su talento era un arma de doble filo: iluminaba todo lo que tocaba, pero también la condenaba a una vida en la que la música siempre pesó más que la felicidad.
Callas no tenía una voz, tenía un abismo. Su registro vocal abarcaba casi tres octavas, desde un Fa sostenido por debajo del Do central hasta un Mi natural por encima del Do alto. Pero las cifras no cantan. Lo hacía ella. Su registro grave era oscuro, un vacío insondable; el medio tenía un timbre inusual, a medio camino entre un clarinete que llora o un oboe que duda. Los agudos, en cambio, eran cuchillos de luz, capaces de cortar el silencio en tiras finísimas. Y sí, la transición entre estos registros no era perfecta. Pero, ¿desde cuándo conmueve la perfección? No cantaba para embellecer la música, sino para arrancarle la piel y mostrarnos lo que había debajo.
Larraín acierta al retratar su relación con Ferruccio y Bruna, su mayordomo y su doncella, la única familia real que tuvo en sus últimos años. En las noches de insomnio, Callas interrumpía las partidas de cartas solo para reanudarlas después, como si el tiempo pudiera aplazarse si las cartas seguían sobre la mesa. Ahí, en esos gestos minúsculos, la película logra atrapar un destello de verdad: la diva que, lejos del escenario, no buscaba aplausos, sino compañía.
Pero al subrayar tanto su vulnerabilidad, la película olvida que Callas no era un eco melancólico. Era un trueno. Su vida personal nunca eclipsó su arte, sino que se fundió con él, como un sacrificio necesario. Su voz ya no suena, pero su estela sigue creciendo.
En definitiva, María Callas de Larraín ofrece una postal de la diva, pero se queda en la orilla del océano que fue su arte. Callas no necesita ser entendida desde su fragilidad personal, sino desde la voracidad de su talento, esa capacidad de romperse en escena para reconstruirse en cada nota. Porque Callas no solo cantaba; Callas era la propia música preguntándose qué significa existir.
