Una historia de perdedores con heridas que nunca caducan, que se arrastran como un equipaje que nadie quiso llevar pero que, de alguna forma, siempre encuentra la manera de regresar. Son heridas con memoria, con voluntad propia, con un código de lealtad al dolor que obliga a sus portadores a mirar atrás una y otra vez, como quien busca en un tren que ya partió a la persona que jamás debió haber perdido.
La película de Campanella no es solo un thriller, ni un drama, ni una historia de amor malogrado. Es, sobre todo, una cuenta pendiente. Y en las cuentas pendientes, lo sabemos, no importa cuánto tiempo pase: la deuda sigue ahí, reclamando su pago con intereses de insomnio. Los personajes caminan entre certezas sólidas y mentiras necesarias, esas que, lejos de destruir, permiten seguir respirando. Porque la verdad puede ser insoportable, pero la mentira correcta, bien administrada, es un acto de supervivencia.
Campanella no deja cabos sueltos porque en la vida real tampoco los hay. Todo regresa, todo vuelve a su sitio, aunque sea tarde, aunque el reencuentro con el pasado nos encuentre demasiado viejos o demasiado cansados para ajustar cuentas. Porque al final, siempre terminamos recordando aquello que nos rompió, aquello que nos salvó y, sobre todo, aquello que nunca ocurrió pero debió haber sucedido.