El tiempo pasa distinto en las casas antiguas y sus jardines. No los deteriora: los cincela. En las fachadas, la pintura se descascara no por dejadez, sino porque a veces las casas también mudan de piel. En los jardines, las enredaderas trepan por los muros como si estuvieran buscando recuerdos que dejaron olvidados hace décadas.

Hay una belleza casi impostora en esos setos desordenados, en las buganvillas que se enredan como si hubieran escapado de un plan de urbanismo, en los bancos oxidados, cubiertos de hojas secas, donde parece que alguien aún se sienta a esperar una visita que nunca llega. Todo parece haber sido dispuesto con un descuido calculado, como parte de una coreografía secreta entre el tiempo y la naturaleza.
A un lado del jardín, ajeno al desorden, un Cornus florida se engalana majestuoso. Vestido de flores pálidas, finge indiferencia, como quien hojea una revista mientras ve de reojo cómo, más allá del seto, se dibujan ya los primeros cimientos del porvenir.
El jardín, sin embargo, conoce su destino. Sabe que el urbanismo acabará devorándolo, que sus muros serán derribados, que sus raíces quedarán al aire como nervios rotos. Pero no quiere saberlo. Prefiere quedarse así: dejando que las hojas caigan a su ritmo, que el musgo avance centímetro a centímetro, que los bancos oxidados sigan aguardando visitas que nunca llegarán. Mantener la compostura es su última forma de rebeldía.
Aquí el tiempo no pasa: se instala, mueve un par de macetas, deja la verja un poco torcida y se sienta a ver crecer el silencio. Son jardines que no buscan ser perfectos, sino ciertos. Como los rostros viejos que, hartos de disimular, se permiten el lujo de ser ellos mismos hasta el final.