Se dice, entre los makua, que cuando el primer ser humano brotó de la tierra no lo hizo con un grito, sino con un temblor de luz. Fue en el Monte Namuli, donde la niebla no cae, sino que sube como si quisiera tocar algo que está por debajo del cielo.
La primera mujer resbaló sobre una roca mojada. La herida que se le abrió en la pierna derramó una sangre clara como la savia. Cayó en un riachuelo. Del barro que se formó nació el primer hombre, como un reflejo que no sabía aún que era cuerpo.
Y así comenzó la humanidad: no por mandato, sino por accidente.
A veces pienso que la belleza también fue un error. Un error fértil. Porque cuanto más cerca se está del Namuli, más serena es la forma. Allí las mujeres caminan como si supieran que sus pasos modelan el mundo. Los hombres, cuando callan, no enmudecen: siembran.
Y sí, allí se encuentran los humanos más bellos que he visto. No por simetría, sino por verdad. Hay algo en sus gestos que no ha sido aún contaminado por la prisa. Una claridad. Una nobleza quieta.
Un guía me contó, una tarde de lluvia oblicua, que los muertos no se van. No del todo.
“Las almas regresan al monte,” dijo, “porque allí la tierra recuerda.”
Y yo entendí que morir no es desaparecer, sino corregir el rumbo. El alma, con su aliento cansado, vuelve al vientre que la parió.
Al alejarse del Namuli, el ser humano empieza a extraviarse. Pierde la geometría. Se apaga.
En la capital, los rostros ya no están dibujados, sino editados.
En Europa, la belleza se busca en los escaparates.
Y aquí, en este lado del mundo donde escribo, la gente ha olvidado incluso que hubo un origen.
La belleza —me digo— no es una cualidad, sino una dirección. No se posee: se camina hacia ella. Y cuando se olvida el camino, la carne se vuelve ruido, la mirada se apaga, y el alma queda sin norte.
Yo no vi la cima del Namuli. Nadie puede mirarla de frente sin llorar.
Pero en sus faldas, en los charcos que guardan la forma de las primeras huellas, algo me habló. No con palabras, sino con una forma de silencio que duele como la verdad.
Y supe entonces que cuando todo acabe, cuando el tiempo me haya deshecho, quiero regresar allí.
No como viajero.
No como polvo.
Sino como una gota más en la sangre que aún canta bajo la piedra.
