Por Augusto Rodríguez

Marie Duplessis vivió deprisa, murió tres veces y todavía canta en los teatros del mundo. Esta es la historia de su eco más perdurable: Violetta Valéry, la mujer que amó para poder vivir y que murió para poder ser recordada.
Siempre imaginé a Marie Duplessis como una mujer que no caminaba, sino que flotaba. Que entraba en los salones como una brisa perfumada y se deshacía en susurros antes de que alguien pudiera retenerla. La conocí —como todos— demasiado tarde: cuando ya se había convertido en otra, en Margarita Gautier, en Violetta Valéry, en la dama que sólo florecía rodeada de camelias. Las blancas para el amor, las rojas para la clausura. ¿Qué flor usaría para la tristeza?
No era bonita en el sentido clásico, dijeron, pero tenía algo más perturbador: un rostro como de papel recién secado, vulnerable a cualquier lágrima. Y una inteligencia afilada que sabía que el amor, en su caso, no sería salvación sino enfermedad. Amó como quien se sabe condenada y, por eso mismo, sin pudor. Amó a Dumas hijo con la intensidad con que se ama a un recuerdo que no ha ocurrido aún. Y él la amó con ese rencor tierno que se siente hacia lo que uno no puede poseer del todo.
Hay mujeres que mueren una sola vez. Marie Duplessis murió tres. La primera, en su cama, a los veintitrés, escupiendo sangre en una palangana de porcelana. La segunda, cuando Dumas la convirtió en novela y la desnudó ante el mundo con la crueldad del que se cree generoso. Y la tercera, la más cruel, fue cuando Verdi la subió a un escenario y le dio voz de soprano, condenándola a morir eternamente en cada función.
Pero yo a veces la sueño no muriendo. La imagino envejecida, con el pelo recogido en un moño gris, mirando desde un balcón de provincias cómo los jóvenes se besan sin saber que todo eso se acaba. Una Marie sin tuberculosis, sin camelias, sin memoria. Quizá incluso feliz. Aunque no sé si eso sería justo con la leyenda.
Porque hay mujeres que viven para amar, y otras, como ella, que aman para vivir. El amor como anestesia, la belleza como moneda de cambio, el cuerpo como pasaporte al abismo. Marie entendió algo que muchos no entendemos ni al borde de la muerte: que el amor, cuando es real, nunca se queda. Sólo deja una estela, como una fragancia que se cuela en los pasillos y no se va nunca del todo.
Y entonces, me pregunto, ¿quién fue realmente Marie Duplessis? ¿Una cortesana? ¿Una mártir? ¿Un personaje literario? ¿O solo una mujer enferma que quiso vivir deprisa para que no le doliera tanto morirse?
Violetta Valéry entra en escena con esa misma herida abierta. No canta: se despide. Desde su primer brindis sabe que la vida se le escapa, pero juega a ignorarlo, como quien se maquilla frente al espejo sin atreverse a mirarse del todo. Cada nota que emite es un gesto de rebeldía contra lo inevitable, un intento de detener el tiempo con la voz.
Verdi no compuso para una heroína; compuso para una mujer real. Una mujer con miedo, con fiebre, con sueños que ya no sabe si fueron suyos o se los inventó para aguantar un día más. Hay que tener una voz que se quiebre con elegancia para cantar a Violetta. No basta la técnica. Se necesita haber amado a destiempo, haber perdido, haber deseado ser otra.
En Addio del passato, no se escucha una voz, se escucha un cuerpo. El de una mujer joven que ya no puede sostenerse en pie, pero aún canta. Canta por las que no tuvieron voz, por las que vendieron el cuerpo para no tener que vender el alma, por las que amaron sin esperanza, por las que sobrevivieron hasta que no pudieron más.
Y aún así —o por eso mismo—, cuando cae el telón, no recordamos su muerte. Recordamos su luz. Como si el amor, después de todo, aunque no salve, al menos justifique.