A veces el mundo no gira por las leyes de Newton, sino por una ondulación apenas perceptible: la de una mujer saliendo de una habitación.
Marilyn Monroe no necesitaba hablar. Su mera presencia modificaba la atmósfera, como si el aire se volviera denso, expectante, sensible al más leve gesto. En Niagara, por ejemplo, basta verla cruzar un patio para entender que el deseo no se actúa: se emana.
Nada parece calculado, y sin embargo todo está perfectamente orquestado. Esa contradicción –lo espontáneo y lo coreografiado– era su arte, y también su enigma.
Lo que casi nadie sabe –o lo que quizá sabíamos y olvidamos deliberadamente– es que Marilyn tenía un cociente intelectual que rozaba la genialidad. Leía con hambre antigua: Dostoyevski, Freud, Joyce. Subrayaba. Escribía en los márgenes. Pensaba. Pero la industria prefirió reducir ese pensamiento a un vaivén de caderas: más fotogénico, más vendible, más manejable. Marilyn era demasiado compleja para encajar en el molde de la rubia ingenua, pero también demasiado perfecta en ese molde como para que nadie se molestara en mirar más allá.
Quizá el misterio no era Marilyn.
El misterio era lo que ocurría cuando Marilyn estaba.
Porque tal vez lo verdaderamente seductor no fue su cuerpo, sino la forma en que lo habitaba: con la conciencia exacta de quien sabe que el alma, a veces, también se aloja en la piel.