El hijo del viento africano

Tenía la mirada de quien ve demasiado pronto.

Thomas Sankara no caminaba: avanzaba como si el tiempo fuera prestado y los minutos pesaran más que los días. Había algo en él —en su forma de mirar, de hablar, de callar— que no se aprendía en ninguna academia militar. A los 33 años ya cargaba sobre los hombros el mapa roto de África y la esperanza intacta de los que aún creen que un país se puede levantar sin pedir permiso.

Llevaba una boina roja como una herida limpia. Vestía uniforme no para imponerse, sino para recordar que la verdadera batalla era contra el hambre, contra el olvido, contra esa forma tan refinada que tiene el mundo de domar a los que sueñan demasiado alto.

No tenía coche oficial. No tenía aire acondicionado. No tenía cuentas secretas ni relojes suizos. Su lujo era otro: el silencio de un pueblo que volvía a dormir sin miedo, la risa de las niñas que regresaban a la escuela, la semilla que germinaba en manos de quien nunca antes había sembrado nada.

A veces, cuando hablaba, parecía que su voz viniera de otro siglo. Decía cosas como que la deuda africana era una nueva forma de esclavitud, que la revolución empezaba en la cocina, cuando un hombre decidía preparar la cena para entender a su esposa. Lo decía en voz baja, como quien canta una verdad antigua al oído de una tierra que aún no ha despertado.

Pero el mundo no sabe qué hacer con los hombres así. Les tiene miedo. Por eso lo silenciaron.

Un 15 de octubre le dispararon en la espalda. No fue sólo un crimen: fue una metáfora. Porque Sankara jamás caminaba hacia atrás. El disparo le llegó desde donde no miraba, desde donde se esconden los cobardes, desde la sombra de un amigo que ya no era.

Y, sin embargo, no murió.

Sankara es como esas estrellas que ya no existen pero siguen brillando. Cada vez que alguien planta un árbol en un desierto, cada vez que una mujer se niega a ser vendida, cada vez que un niño africano aprende a escribir su nombre, él está ahí. En la semilla, en la tiza, en la dignidad.

Quizá no fue presidente. No realmente. Fue algo más: un paréntesis luminoso en la historia de los vencidos. Una advertencia a los cínicos. Un relámpago breve que nos recordó, por un instante, lo que puede ser el mundo cuando se gobierna con el corazón en lugar de con el miedo.

Y aún hoy —aunque nadie lo diga—, hay noches en Burkina Faso donde el viento pronuncia su nombre. Como una plegaria. Como una promesa.

Sankara.

El que vino sin pedir nada y se fue dejándolo todo.

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